______________________________ Uno tiene en sus manos el color de su vida: ... Rutina o estallido. (Mario Benedetti) ______________________________

Escuchar como crece una flor


Recuerdo muchas veces aquel día, tumbada sobre la pinocha junto a mi padre, en un claro del bosque a la orilla del río Cabriel.
No recuerdo los años que tenía: 5, tal vez 6, o quizás menos.

Junto a nuestras cabezas crecía un romero que no era mucho más grande que mi mano. Tampoco recuerdo de qué podríamos estar hablando, pero seguramente él estaría dándome una de esas lecciones que los padres damos a nuestros hijos y luego, como es el caso, olvidamos demasiado rápido y demasiadas veces.
Lo único que tengo claro, por descarte, es que me estaba hablando de la naturaleza y de la vida, porque de aquella conversación tan solo recuerdo una parte, y es aquella en la que me hizo levantar la mirada mientras él señalaba a la pequeña planta de romero:

¿Ves este romerito? Pues cuando nos vayamos de aquí él seguirá creciendo y creciendo, y algún día podrá llegar a ser más alto que tú si lo dejamos crecer tranquilo, porque hasta las cosas más pequeñas pueden convertirse en grandes cosas, pero no nos damos cuenta porque no nos fijamos en como lo van haciendo."

No recuerdo si me planteé a qué cosas se refería, salvo a aquel romero y a los árboles que nos rodeaban, pero juro por Dios que aquel momento lo llevo en la memoria desde entonces, y lo recuerdo con la misma claridad que si hubiera transcurrido hoy mismo. Tampoco recuerdo que pude contestarle, o si él siguió hablando más. Solo recuerdo esas palabras, y a nosotros dos mirando atentamente aquella plantita, y - vete tú a saber porqué- lo mucho que me marcaron.

El sentido de aquella observación se lo fui dando poco a poco a lo largo de mi vida. Pero, incluso en aquel momento, adaptándome al sentido mas literal y concreto de sus palabras -que era hasta donde yo podía llegar por mis pocos años- me hizo vivir y experimentar auténticos momentos mágicos ya en mi infancia.

Y así, me acostumbré desde niña a tumbarme en silencio bajo los árboles, junto a las plantas y los arbustos, y a observar sus pequeños cambios casi imperceptibles, sus procesos de floración y el cambio de color de sus hojas. Me acostumbré a hablarles y a acariciarlos y, cerrando los ojos, intentaba incluso escucharles. Siempre estuve convencida de que parte de los sonidos que escuchaba con los ojos cerrados era el de las propias flores creciendo, e intentaba identificarlos sobre los demás sonidos del bosque.

Hoy he recordado a aquella niña, tumbada en medio del bosque, creyendo escuchar como crecían las flores, y me ha inspirado una ternura tan infinita...

Siento una profunda gratitud hacia mi padre porque, tal vez sin darme cuenta como él decía, fue también creciendo en mi interior esa increíble conexión que tengo con la vida y que aprendí desde niña caminando por el bosque, observando sus cambios, sus procesos, sus sonidos, sus colores... Las piñas se cierran cuando llueve y, solo entonces, puedes ver a las ranas jugando y yendo de excursión, a saltitos, entre las piedras de la orilla.

Y yo, que tengo una especie de fobia por todo aquel animalito con patas clasificado como arácnido, dejo que las arañas tejan sus telas entre las plantas de mi terraza, y les pido perdón cundo las molesto mientras destrozo su tela para decidir si hoy será un buen día para ir a la playa: cuando las observo presurosas retejiendo su tela sé que puedo coger mi toalla, pero si pasados 15 minutos todo continúa igual, mejor me quedo en casa porque, seguramente, esta tarde me sorprenderá una tormenta de verano.




La verdad, todavía hoy me gusta tumbarme bajo los árboles, mirar el cielo entre sus ramas y cerrar los ojos para escuchar lo que me dicen. Y, todavía hoy, estoy convencida de que alguno de los sonidos que escucho es el que emiten los romeros y los espliegos al crecer, aunque todavía no haya aprendido a distinguirlo.

El auténtico milagro se da cuando te sientas, silenciosa, a escuchar el sonido de tu propio corazón y a observar como la Vida y el amor van creciendo en él, como las flores.


Tan solo, como me dijo aquel día mi padre, hay que ser conscientes.



INCAPACITADA DE POR VIDA PARA EL ODIO. ASÍ SEA.


Ayer vi llorar a alguien a quien hice daño porque no soy capaz de odiar a quien le daña, y ese es el único consuelo que espera de mí en su dolor y en su deseo de venganza ante aquellos que poco a poco fueron destrozando su vida.
No puedo culparle, dios me libre, por odiar, y mucho menos dejar de entenderle.

Así, me resultaría imposible, por su longitud, hacer una relación de las cosas, de las actitudes, de las ideas, de las reacciones, de los hechos, de las voces y de los silencios que odio. Odio la forma de caminar por el mundo de tanta y tanta gente que esparce las semillas del dolor, de la pobreza, de la injusticia, de la desigualdad, de la desesperanza.

Pero, sin embargo, por mucho que busque en mi memoria y en mi corazón, soy incapaz de escribir el nombre de una sola persona que no me guste y a la que odie.

Tengo la suerte de que, a base de tropezones, la vida me dio la oportunidad de aprender ciertas cosas. Tengo la suerte de haber sabido aprovechar esa oportunidad y no haber vuelto la cabeza hacia otro lado: el de alimentar mi propio dolor de manera autodestructiva, o el de acrecentar mi orgullo. Tengo la suerte de que la vida me enseñó que el odio solo genera más odio, y que acaba convirtiendo tu propia vida en una obsesión insaciable por alcanzar el desagravio y conseguir la venganza.

Tengo la suerte de que la vida me enseñó que cuando el odio se instala en ti, lo hace a costa de echar afuera la esperanza, la luz, la calma, la risa espontánea, la alegría desbordada del instante, y hasta te impide disfrutar del amor. 

El odio lo invade todo, lo domina todo, se convierte en el dueño y señor de tu vida, y la maneja a su antojo. El odio te hace perder tu dignidad como persona, entre otras cosas porque dejas de ser la persona que tu eres, para convertirte tan solo en víctima y verdugo al mismo tiempo.

Tengo la suerte de haber aprendido a luchar contra aquellos que no me gustan y contra las cosas que detesto con mis propias armas, más allá de la violencia en cualquiera de sus formas y que tan solo genera más violencia, más dolor y más odio. Un bucle infinito donde cae tristemente mucha gente y de la que parece imposible salir.

Jamás concederé a mis enemigos la capacidad de instalarse en mi vida y de robarme la luz. Jamás les concederé el triunfo de que controlen mi vida. Jamás les concederé la satisfacción de que me vean abatida, sabiendo que cada uno de mis pensamientos está inevitablemente ligado a ellos.

A mis enemigos los destierro de mi vida en cuanto puedo. Me los lloro y me los rabio, hasta que coloco una tirita en la brecha que han abierto y tiendo el famoso puente de plata para que salgan de mi vida, aun cuando las circunstancias o el destino me obliguen a convivir físicamente con ellos.

¡Ay, pero que nadie se confunda! Es el mío un espíritu libre, y pendenciero, y libro mis batallas cada día en primera fila. Incluso me siento impotente por no poder hacerlo con más ahínco y mayor osadía, para debilitar el origen de aquello que genera injusticia y sufrimiento, tanto en mí como en los demás. Nunca temí levantar mi voz y mis manos para decir ¡basta!, pero no quiero hacerlo desde el odio enfermizo hacia quienes lo generan, ni esgrimiendo el arma de la violencia en cualquiera de sus formas, porque, más allá de que vaya en contra de mis principios vitales, sé de antemano que esa sería una batalla perdida, y yo apuesto por caballo ganador. 

No es fácil. Lo primero con lo que sueles tropezar es con la incomprensión de muchos que te cuelgan sin miramientos la etiqueta de cobarde, aunque, en palabras de Gandhi, “La no-violencia no es una justificación para el cobarde, sino la suprema virtud del valiente. La práctica de la no-violencia requiere mucho más valor que la práctica de las armas. ” Y, vive Dios, que eso es verdad.

Si hay algo que la humanidad ya debería de tener claro es que a lo largo de su historia poco se consiguió con la violencia, y nada con la venganza. Y, sin embargo, siguen habiendo guerras entre países, entre culturas, entre religiones, entre pueblos, entre vecinos y entre hermanos.

Mi incapacidad de escribir el nombre de una sola persona a la que odie, es mi primera victoria sobre aquellos que tal vez me dieron motivos para hacerlo. Y si, con el tiempo, conseguí aplacar su odio, y resolver el conflicto acercando posturas, entonces ya la victoria es total.

Ligera de equipaje, sin el peso del rencor y del deseo de venganza en mi mochila, intento caminar por la vida con el alma llena de compasión por los que odian, mientras hundo mis manos en la tierra intentando, humildemente pero con coraje, arrancar las semillas que siembran a su paso.

Esta es mi verdad. Cada uno tiene su propia verdad, y sé que nadie la posee del todo. 

La búsqueda de la Verdad en un camino complicado, no sé si posible; así pues, permitidme que tenga la mía y, si así fuese, concededme el derecho a equivocarme.


SE NOS ACABA EL TIEMPO.


El tiempo transcurre inexorable y cada vez a mayor velocidad y no quiero malgastarlo desalentándome por ello, ya que el tiempo seguirá transcurriendo inexorablemente y cada vez a mayor velocidad.

Elijo,  pues,  abrir mis ojos y exprimir cada instante que la vida me regala.
No me permito quedarme sentada junto a la ventana viendo cada atardecer pensando que es otro menos y añorando los que ya pasaron, cuando la verdad  es que, justamente, éste es el más importante de todos los vividos, ya que es el que realmente evidencia que estoy viva y que estoy aquí.

No quiero malgastar el tesoro de la vida, acumulando tiempo muerto en la biografía de mi alma cuando todavía sigo viva.

¡Claro que sé que el tiempo se agota! Y así empezó siendo desde el mismo día en que nací, así era cuando construía mis castillos en la playa, así cuando me enamoré tantas veces, así cuando trazaba tantos planes de futuro desde aquella atropellada juventud que brotaba por cada poro de mi piel. Pero entonces no me planteaba que el tiempo pasa rápido, sino que vivía como si todo fuera  para siempre.

Y, sin embargo, el tiempo podría haberse esfumado detrás de cualquier risa, de cualquier pupitre, de cualquier castillo de arena junto al mar. Pero no era consciente de ello, tan solo, era consciente de cada momento que vivía.
Me gusta mirar hacia atrás de vez en cuando, porque mi experiencia vital es mi mayor erario para seguir caminando y, de tanto en tanto, está bien refrescar la memoria  y recolocar las cosas. Pero no quiero anclarme en el pasado que tanto me dio  y tanto me enseñó, sino apoyarme en él para tomar impulso desde donde estoy. 

Vivir el presente, sin tiempo, sin esperar mucho más del futuro que lo que nos aguarda en el instante siguiente. Evidentemente, no puedo evitar ir siempre un paso más allá; no puedo evitar hacer planes para futuros un tanto más lejanos, pero intento que esos proyectos jamás se conviertan en una venda  alrededor de mis ojos que me impida ser consciente del momento presente.

No sé por cuantos instantes permaneceré aquí,  pero pienso vivir cada uno de ellos. Y no quiero vivirlos como si fueran el último, eso jamás.  Quiero vivir cada uno como si fuera el que es,  el de ahora,  el de este momento.

Si pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor, o paso mis días haciendo planes para un futuro que ni siquiera sé si llegará,  me pierdo la magia de este tiempo en el que cada día amanezco a la vida nuevamente.
Lo mejor está por llegar... tal vez.  Aunque creo que lo mejor es,   sencillamente,  ser consciente de mi  Ahora.



No quiero desperdiciar mi tiempo pensando en que se me acaba.
La vida es tan solo un instante construido por instantes cotidianos. Y en ese momento fugaz, hasta caben los sueños.

Por eso, labro cada uno de esos momentos con un sueño en la mirada, sabiendo que, de hacerse realidad, será también instante a instante, con cada parpadeo, y desde el presente.

Eso aprendí. Y no quiero ser tan estúpida como para olvidarlo.

He venido hasta aquí para inventarte

He venido hasta aquí para inventarte,
porque solo este mar y esta luz
abren horizontes sin límites  a mi pensamiento.

Y te invento, así, entre las aguas.
Y te construyo entre sus olas que estallan contra las rocas,
para que deshecho en espumas de nácar y libertad
salpiques mis mejillas, y mis ojos, y los labios que te nombran.

Y te construyo con la brisa,
para que puedas perderte entre mi pelo,
                          alborotado de vientos y de sol atardecido.
Y entre la calma y la quietud azul del horizonte,
donde, en abrazo de amor sosegado, se funden la mar y el cielo;
donde, profundo o elevado, nadie pueda alcanzarte jamás
y destruir la línea recta e infinita de la palabra
                                               con que das forma a mis sueños.

He venido hasta aquí para inventarte.

Y te invento entre algas y estrellas de mar,
compañeras de mi soledad y cómplices de la sonrisa
que,  ayer, dibujaste en mis labios
y hoy libero, para siempre,
                                  sobre las olas.

AÑO NUEVO. RECOMENZAR SIN RENCOR


Estrenamos año y una nueva ramita de muérdago cuelga sobre mi puerta.

La navidad supuso, en cierta medida, una tirita colocada sobre mis heridas, con urgencia, torcida, entre copas de cava y mazapanes, luces en el árbol y reuniones con gente amada. 

Indudablemente, el año que se ha ido ha sido nefasto en casi todos los sentidos y para casi todo el mundo 

En él descubrimos con espanto que aquello que les veníamos robando al Tercer Mundo con la complicidad de las élites políticas y económicas, nuestros mismos  aliados nos lo quitan de las manos y lo guardan en sus bolsillos con el mayor de los descaros mientras nos culpan a nosotros, incrédulos ante tanta desfachatez. 

El año en que confirmamos que el Estado y las instituciones democráticas se reducen a una simple pantomima. 

El año en que prevaleció la mentira, el abuso, la injusticia, la pérdida de derechos y libertades, la necedad de tantos, el letargo de muchos y la impotencia de otros. Y, también, nuestra necesidad de batallar, repartir, compartir y ayudar, frente a la incapacidad para llegar a más. 

A nivel personal ha sido un buen año; un año en el que fueron cristalizando cosas que todavía andaban por dentro difusas y difuminadas.  Conseguí darles una forma tangible y un color consistente. Y un aroma de paz que ha impregnado mis días y mis noches. 

Muchas veces me he visto, sorprendida, observando “mi obra”, contenta, después de estar tanto tiempo trabajando en ella. Sé que está inacabada, porque este trabajo no termina nunca y de vez en cuando te sigues descubriendo manchas en el alma sobre las que frotar, y recuerdos, sentimientos, emociones y heridas que, de vez en cuando, afloran en todo su esplendor de caos y confusión, haciendo que todo se tambalee de nuevo. En ello ando, con el estropajo y la bayeta, limpiando lo que me sobra e intentando sacar brillo a lo que vale la pena conservar. 

He ido creando un mundo nuevo sobre el que volver a levantarme después de haber caído, hace tiempo, en un agujero profundo y oscuro, donde tan solo descubría sombras y en el que los sentimientos que me sobrevolaban eran el de la decepción, la frustración, la culpabilidad por sentirlos, la inseguridad y el miedo. 

Pero de todos mis pecados, hay uno del que me eximo: la capacidad para el rencor. Y lo sé porque el rencor genera la necesidad del desagravio, incluso deseos de resarcimiento y de venganza. Y nunca sentí ni una cosa ni la otra hacia quienes me hicieron daño. Tal vez sí hacía mi misma, es cierto, pero también aprendí a perdonarme. 

La noche de fin de año, cuando quemé el muérdago que había colgado sobre mi puerta durante todo el año que se iba, quemé junto a él lo peor de esos meses. Y fueron dos cosas: una me la guardo para mí y para el cosmos, pero la otra era esta, la incapacidad para la compasión y el perdón de tanta gente y la habilidad para recrearse en el rencor, justificándolo de mil formas posibles. 
 Nada bueno puede construirse sobre esos sentimientos que siguen envolviendo nuestra vida en muchos de sus ámbitos. Por mucho que intento sacar mi escudo protector, esos sentimientos que me llegan desde fuera lo atraviesan y me impiden avanzar en la misma medida que les impide avanzar a quienes los sienten, y me dañan en la misma medida que los dañan a ellos. 

Me gustaría, más que ninguna otra cosa, que este fuera el año del perdón y la compasión; del trabajo personal y en equipo, sin desafíos, discordias, enconos, ni resentimientos. Del espíritu de lucha y de superación, desde una base sólida de justicia y no de necesidad del desagravio; de concordia y no de desunión. 

Un año para la lealtad y la hermandad, sin etiquetas grapadas en la frente del otro. Un año para mirarse a los ojos y ver más allá de ellos. 

Y, cansada también de dar explicaciones de lo que considero obvio, espero que también sea un año en el que nadie me recrimine por sentir así. 



Por todo ello, levanto mi copa y brindo con vosotros. 


Y porque instante a instante construimos el futuro. ¡A por él!











BRINDIS POR EL 2013

Mi brindis de Año Nuevo es PARA QUIENES MÁS LO NECESITAN:

Para los tristes y necios Hombres de Gris que olvidaron sus sueños y pretenden arrebatarnos los nuestros. 


Espero que el 2013 los llene de bendiciones, que rescaten al niño que siguen llevando dentro, desempolven su corazón y recuperen la humanidad. 

Amén.

Transparencia


Todo era transparente aquella noche.
Recorríamos las calles de una ciudad solitaria
y distante.

Transparencia de baldosas desgastadas,
de torres altivas,
de palomas dormidas,
de campanarios y de catedrales.

Transparencia de aquella brisa de mar amado
y del frío que hería  nuestros rostros.

Transparencia de universo infinito,
de estrellas desplegadas,
y del nenúfar.

Transparencia de manos y miradas.
De versos en los labios, y latidos.

Transparencia de aquella libertad que inundaba
                                                                          nuestras manos transparentes.